lunes, 19 de octubre de 2015

ORIGEN DEL CRUASÁN

Hoy voy a cambiar otra vez de tercio y me voy a dedicar a escribir sobre un tema más alimenticio y, seguramente, más del agrado de la mayoría de mis lectores.
Si le preguntamos a la gente sobre el origen del cruasán o croissant, prácticamente todos ellos nos dirán que es un invento francés. Estarán totalmente equivocados, porque, a pesar de que nuestros “amigos” del norte nos han hecho creer ese embuste, no tiene nada que ver con ellos. Otra cosa es que, posiblemente, lo popularizaran los franceses que eso sí que puede ser cierto.
Como siempre, vamos a consultar  la Historia, para salir de dudas y que “los temibles galos” no nos metan gato por liebre.
 Hacia el año 1683, los turcos otomanos estaban muy decididos a conquistar por completo el continente europeo. Ya se habían hecho con buena parte de los Balcanes. Su próximo objetivo era nada menos que la capital del Imperio, Viena.
Los dos imperios llevaban ya casi 150 años de luchas intermitentes por el predominio en esa zona y, en ese momento, iban ganando la “partida” los turcos.
En 1672 habían sostenido una guerra contra los polacos y les habían vencido. Por lo que los turcos se quedaron con la región de Podolia.
En 1681, como parece que se les había subido el éxito a la cabeza, se les ocurrió meterse con los rusos. Eso ya era caza mayor y no tomaron conciencia de ello hasta ser derrotados.
Atacaron a los cosacos, que fueron defendidos por los rusos. Así que los turcos tuvieron que retirarse y devolver los territorios arrebatados a los cosacos.
Como ya he mencionado anteriormente, en 1683, los turcos pusieron sus ojos en la elegante Viena y la rodearon con unos 100.000 hombres. Incluso, se les unieron las tropas húngaras del príncipe de Transilvania Emérico Thokoly.
Los húngaros se enfrentaron con el emperador a causa de la represión que ejercía contra su país y contra los fieles protestantes húngaros. Incluso, se cree que los turcos les habían prometido Viena a los húngaros, en el caso de que llegaran a conquistarla.
Además, a pesar de que los turcos y el Imperio llevaban unos años en paz, el enfrentamiento entre los austriacos y sus aliados húngaros le sirvió a los turcos como excusa para iniciar otra guerra.
Los austriacos tampoco se quedaron con los brazos cruzados y firmaron un acuerdo de  defensa mutua con el reino de Polonia y Lituania. Algo muy importante en esta historia.
Dentro de la ciudad sólo había unos 10.000 defensores, con lo cual, no tenían demasiadas esperanzas de poder aguantar mucho tiempo el empuje de los turcos.
El emperador tenía, en ese momento, a la mayoría de su ejército intentando contener las amenazas de los franceses.
El ejército turco era imponente, pero, al contrario del que asedió Constantinopla, le faltaba una eficaz artillería para derribar sus murallas.
Esto hizo que el emperador austriaco, Leopoldo I, tuviera tiempo de pedir auxilio al Papa, para que declarase esa guerra como Cruzada y exigiera que todos los países católicos se apuntaran, de un modo u otro, a ella.
Los turcos derribaron algunas de sus murallas, pero no pudieron entrar en la ciudad, a causa del ardor defensivo demostrado por los vieneses, que les había provocado muchas pérdidas a los otomanos.
Esta vez utilizaron otro método, muy usado por entonces. Se trataba de realizar lo que se llamaba una “mina”, que no era más que un túnel subterráneo, dirigido perpendicularmente hacia la muralla y, cuando calculaban estar bajo la misma, colocaban una buena cantidad de leña a la que prendían fuego, para que la derribara.
Lo que pasa es que no contaron con que, por la noche, que es cuando ellos trabajaban en la mina, aunque casi todo el mundo dormía en Viena, estaban despiertos los centinelas y los panaderos.
Estos últimos, al sentir el sonido de los picos, cavando bajo la tierra, dieron la voz de alarma. Eso bastó para que las autoridades militares tomaran las medidas adecuadas para localizar esa mina, matar a los que la estaban construyendo y utilizarla para hacer una salida, matando a todos los turcos que les salieron al paso.
Aparte de ello, coincidió también ese momento con la llegada de las tropas del rey polaco Juan III Sobieski, que, como ya he mencionado antes, había firmado un tratado con el emperador y estaba muy interesado en alejar a los turcos de sus dominios.
Casi todas las naciones cristianas habían apoyado la coalición contra los turcos. Unos mandaron tropas y otros, simplemente, dinero. Como fue el caso de España.
Sin embargo, aunque parezca mentira en un rey, que se confesaba tan católico como Luis XIV de Francia, el rey Sol, apoyó al Gobierno turco.
No debería de extrañarnos ese comportamiento por parte de los franceses, pues, anteriormente, Francisco I, durante su enfrentamiento con el emperador Carlos V, había hecho lo mismo.
Así, el 12/09/1683, el ejército aliado se presentó ante los turcos. No sé si el gran visir Kara Mustafá, jefe de estas tropas, se desternilló de risa, al ver que los efectivos cristianos eran, más o menos, la mitad que los turcos. Así que ni se molestó en colocarlos en orden de batalla.
Visto el panorama, el rey polaco ordenó una carga brutal a cargo de sus famosos “húsares alados”, una célebre unidad de caballería pesada que se distinguía por llevar cada jinete unas alas a la espalda de su armadura.
Esta unidad se hizo famosa, porque, al tener unas picas más largas  que las unidades de piqueros de infantería, podían destrozar a estas formaciones. Cosa que no solía conseguir, por aquel entonces, ninguna unidad de caballería.
Como ya he dicho, el rey polaco, ordenó una carga de esta gran unidad, que pilló por sorpresa a los turcos, los cuales seguían en su campamento y en sus trincheras de asedio, esperando
 tan ricamente, y, cuando llegaron esos jinetes, no quedó títere con cabeza. Luego, las unidades de infantería acabaron el trabajo.
Se calcula que murieron entre 12.000-14.000 turcos, más unos 5.000 heridos y otros tantos prisioneros. Por el contrario, las fuerzas aliadas sufrieron unos 2.000 muertos y otros tantos heridos.
Así, en menos de una hora, acabó esa batalla y se puso fin al asedio de Viena. El rey polaco envió una carta al Papa, Inocencio XI, donde, al estilo del gran Julio César, escribió:
"Vinimos, vimos y Dios venció”.
Esta batalla es conocida hoy en día como “Batalla de Kahlenberg” o de Viena y se dio muy cerca de las murallas de la capital. Tras ella, los turcos se retiraron a Hungría y no volvieron a intentar expansionarse por Europa. Los países de la zona fueron recuperando con el tiempo los territorios que les habían sido arrebatados por éstos.
Como los sultanes turcos siempre han tenido muy mal perder, como se ha visto a lo largo de la Historia, pues esta vez le tocó el turno a Kara Mustafá, jefe de las tropas turcas en esa batalla.
Fue detenido en Belgrado y ejecutado con un cordón de seda, por orden del jefe de los jenízaros.
Luego, enviaron su cabeza, en una bolsa de terciopelo al sultán Mehmed IV, que se hallaba con su corte de Estambul.
Por si alguno no lo sabe, los jenízaros eran la unidad más potente del ejército turco. Sin embargo. No estaba compuesta por gente de ese origen, sino que solían ser soldados de origen cristiano, que habían sido raptados por los turcos, siendo aún niños, y radicalizados de  tal forma que conseguían que tuvieran un enorme odio hacia todo lo cristiano.
Para conmemorar esta importante batalla, el rey polaco, Juan III Sobiesky, encargó a los pasteleros vieneses unos panes especiales y estos panecillos, que gustaron a todo el mundo, porque tenían forma de media luna y, cada vez que se comían uno, parecían representar su victoria frente a los turcos.
También existe otra versión que dice que fue el emperador austriaco,  Leopoldo I, el que premió a los pasteleros vieneses, permitiéndoles que pudieran llevar una espada, como los caballeros y éstos, como agradecimiento, confeccionaron unos panes dedicados al emperador y estos panecillos con la forma de la bandera de los turcos, a los que llamaron medialuna.
Con el tiempo, se fueron realizando variantes sobre el mismo producto, aunque siempre conservando la misma forma. Podemos destacar varios de estos nuevos  tipos de cruasán, como el que  lleva vainilla en su interior, el aromatizado con almendra, otro hecho con semillas de amapola o, por último, uno especial al que se le añadieron nueces y miel.
Lo más curioso de este asunto es que los franceses, que, por lo menos, en lo tocante a Luis XIV, apoyaron a los turcos, luego fueron los que lo difundieron por toda Europa.
También se dice que los turcos dejaron, al huir, grandes cantidades de su excelente café. Una buena parte del mismo fue regalado por las autoridades imperiales a un extraño personaje llamado Jerzy Franciszek Kulczycki , llamado en Austria Kolschitzky, el cual actuó en esa guerra como espía a favor del bando imperial, pues hablaba perfectamente turco,  y consiguió contactar con los refuerzos que venían ya en camino, avisando a los vieneses para que no se rindieran y aguantaran un poco hasta que llegaran éstos.

También le dieron mucho dinero por su hazaña y le regalaron una casa en Viena, en un barrio cerca de la catedral, donde instaló la primera cafetería. Así se dice que empezó la tradición de los cafés de Viena.
Parece ser que, tanto él como sus empleados, servían el café vestidos de turcos. Además, fue todo un innovador, pues comenzó a servir el café con leche, algo desconocido entre los turcos. En Viena le han dedicado una estatua y una calle que lleva su nombre.