Hubiera querido tener el aspecto de un árabe emparentado con el profeta del islam, pero, hijo de una vascona, su cabello era pelirrojo y sus ojos azules. El pelo se lo teñía para darle un fuerte color azabache, pero no pudo hacer lo mismo con la tonalidad de sus pupilas. Igualmente, sufría un tremendo complejo por una baja estatura derivada de la escasa longitud de sus piernas. Esa circunstancia lo llevaba a presentarse siempre que podía a lomos de un caballo ya que así parecía un hombre de estatura media. Posiblemente, esa suma de complejos fue la que lo llevó no pocas veces a ser cruel de manera incontrolada y sorprendente para los que conocían su natural benevolencia. Tenía la crueldad de los que sienten miedo e inseguridad, una crueldad que puede aparecer sólo de vez en cuando, pero que cuando lo hace es terrible en sus manifestaciones. Y a los complejos se sumaba el tormento de ver que la existencia se le escapaba por entre los dedos sin dejarle más que una sensación de esterilidad. A punto de morir, dejaría un testimonio sobrecogedor de su vida: “he contado los días de pura y genuina felicidad que he vivido. Ascienden a un total de catorce. No depositéis, pues, vuestras esperanzas en los asuntos de este mundo”. Pocas veces, un gobernante habrá sido tan honrado al enjuiciar su existencia.
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